martes, 28 de febrero de 2017

En el Corazón de Andalucía









Amo mi tierra
Lucho por ella
Mi esperanza
Es su bandera
Verde, blanca y verde
(Blanca, verde y blanca. Carlos Cano)


              Llamamos a El Viso «Corazón de los Alcores» y nos quedamos cortos… Porque el Alcor es como un caprichoso lunar, que, sobre su tentador canalillo, señala el corazón de la más bella moza durmiente; señala ese valle de encantos que recorre un rio de vida, sudor y lágrimas, dejando los hermosos senos de la dama a norte y sur, para regar sinuoso su fértil vientre hasta desembocar a la orilla del bosque más virgen… Doñana, bosque errante de blancas dunas y verdes pinares evocación eterna de una tierra y una bandera que ondean entre dos mares. Si El Viso es corazón de los Alcores, y estos lo son del valle de ese rio que vertebra y da vida a la dama del sur que duerme tendida, El Viso también es corazón de ésta, Andalucía, su madre; y es triste y a la vez muy alegre, vivo retrato de ella. Y por eso se la quiso aquí siempre un poquito más. Y por eso se oyeron aquí los latidos de la dama… sus inmortales latidos… Latidos en las ideas y entrega de sus hijos más queridos, José María y Diego de los Santos; latidos en los quejíos de amor y rabia que aquí suspirara Carlos Cano; latidos… en la llamada a despertar que aquí gritó Blas Infante… Latidos… Latidos de luz que a los hombres almas de hombres le dieron…


Aurelio Bonilla


Extracto de mi Pregón de las Fiestas de La Cruz de 2015, que pueden visualizar en este enlace:




sábado, 18 de febrero de 2017

Ella era perfecta








«La vejez, es la más dura de las dictaduras
La grave ceremonia de clausura
De lo que fue la juventud, alguna vez»
(La vejez. Alberto Cortez)


Aunque ya de pequeño se había ganado mi predilección, y jugué mucho con ella, hube de esperar a hacerme un hombrecillo para descubrir sus verdaderos encantos y atisbar  lo importante que sería en mi vida.

Era perfecta en sus medidas, en su presencia, en su elegante y altiva pose... en su belleza. No dejaba indiferente, y jamás defraudaba las expectativas que despertaba. Con su aparente y cotidiana serenidad y templanza, desplegaba la pasión y maestría de una diosa en «la batalla».

No puedo quejarme, la disfruté cuanto pude y todo el tiempo en que gozó de salud y energía. Pero nada bueno es para siempre, y, aunque a mí me trató bien la vida, y el declive del cuerpo se me fue sirviendo con el retardo más deseable; con ella la suerte estuvo esquiva, y, quizá por la intensidad con que vivió, una vejez prematura le sobrevino inesperada, para sumirla en una depresión de la que no saldría. Yo le brindé todo el cariño, la dedicación,  la paciencia que merecía, y le busqué todas las curas que existían; pero ya no volvería a ser la misma. No recuerdo si desistió a los setenta, o acaso menos  años; lo que si recuerdo cada día, son los buenos momentos que vivimos, el placer que compartimos, y los secretos que nos desveló la vida…

Años después, oí hablar de aquel remedio, aquel descubrimiento que cambiaría el mundo. Para cuando llegó el tratamiento que habría podido salvarla, ya era tarde, y solo sirvió para animarla lo justo, para  incorporar un poco su encorvado cuerpo en la cama…

Y esperé la muerte vagando con pasmo. ¿Rehacer mi vida?, ¿cómo?... Había perdido mi alegría, mi amiga, mi fiel compañera; había perdido mi potencia, mi querida verga…

Aurelio Bonilla

jueves, 2 de febrero de 2017

El Beso






«Dame un beso para construir un sueño» (Louis Armstrong)



Creo cierto y que es común, más aún a falta de madurez, que la necesidad de amar y ser amados, ese intrínseco deseo o impulso humano de conquistar amor y belleza, lleva al error inconsciente, aunque no por ello exento de egoísmo, de ver a la persona amada tal como ésta no es; de hacerla rostro de un sueño; de esperar de ella, lo que no puede o no quiere dar; de creer merecida una reciprocidad a la que nadie está obligado.


EL BESO  

No fue la única vez que rocé sus irrenunciables labios. Un año atrás, un fotomatón en una lejana ciudad había sido testigo de mi otro sutil encuentro con el tierno lobulado de su boca; pero, a la mañana, bastaron un par de miradas rehuidas para temer que la chica que horas antes me había hecho desear que el tiempo parase, no era la chica que yo creía conocer… no era Luisa. La magia, ella, se fueron desvaneciendo poco a poco cuánto más lejos quedaban aquellas calles eternas.

Nadie, como Luisa, hacía más enigmáticos sus tentadores gestos cuando «el aire» acariciaba en cálida brisa; nadie, como Luisa, revelaba más nítido su rechazo en cualquier día gris de esos que no quedan marcados para el recuerdo.

Y mi vieja amiga, que siempre brota de entre brazas y cenizas, volvió una vez más: la soledad siempre fue compañía bien recibida en mi camino.

Miraba la fotografía, y era real, no soñado; tampoco yo alcanzaba a ver más allá. Y no pude olvidar… Y no quise aceptar, corazón no curtido, que para el sueño de besarla otra vez no cabía un despertar distinto.


Meses más tarde, el frío daba paso a la Luz, y luego ésta al fragor natural. Como siempre, abracé el tiempo nuevo y salí emocionado al encuentro de cada instante. Y… justo cuando la vida, más generosa que nunca, comenzaba a servirme el olvido; allí, entre las siluetas de una noche de junio, encontré sus ojos clavados en los míos. Su mirada brillante, rajada, y aquella sutil mueca de sus labios y mejillas... Luisa otra vez... No hicieron falta  palabras. La noche voló, y con la luna en retirada… el beso, su último beso.

        Aurelio Bonilla


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