sábado, 27 de mayo de 2017

El Don de la Vida





De la nada surge la vida como un río que serpentea recorriendo sus propias estaciones: verde joven, dorada luz de la madurez, ruina ocaso de la materia, cielo de vida eterna...





Antonio Vega - Una décima de segundo



 Tiritaba de frío. Tiritaba de frío a media tarde y en mitad de un ardiente mes de julio. Tiritaba de frío con medio cuerpo abrasado y con la mitad del alma temiendo abandonarlo. Tiritaba de frío, clavando las uñas a la vida.         

Un monstruo se había venido sobre mí sin que pudiera evitar que me engullera y me mortificara con toda su furia. El estruendo de la frenada no solo pareció parar a la fiera, sino al mismo mundo y el tiempo con ella… Imágenes como congeladas de rostros horrorizados y manos cubriendo miradas, eran acompañadas de voces desgarradoras: «¡lo ha pisado y debe estar reventado! », «¡lo ha matado, lo ha matado!». Yo pedía a gritos, desesperado, una ambulancia.

Los minutos parecieron horas…

En la ambulancia, apretaba la mano de mi tío al que, aquel día, como a mis padres, debí arrebatar algún que otro año de vida… Y le rogaba agua para aliviar una sed terrible que dolía más que las heridas y quemaduras. Era la sed de la muerte, la sed que llega cuando la sangre que soporta la vida comienza a faltar. Una sed tan insoportable como amargamente profética. Tras una ventanilla, el mundo giraba veloz al son espiral de la sirena, y mi mente, desbocada, repasaba ultrasónica cada instante de mis veintidós años de vida… a la vez que clamaba una y otra vez, mil veces, «no he vivido nada, no he vivido nada, no puedo morir aún, no puedo morir aún, no, Dios mío, no, no puedo morir aún». Y me asaltaba, hiriente, el recuerdo de una pesadilla de niño en el que me llegaba la muerte, y ésta no era más que, de golpe, un vacío y oscuridad absolutos. Y otra vez: «no he vivido nada, no he vivido nada, no puedo morir aún, no puedo morir aún, no, Dios mío, no, no puedo morir aún»

Minutos que fueron horas…

Que no se viera la sangre que perdía debió hacer pensar a los sanitarios que no corría gran peligro; pero yo sentía otra cosa, algo que no había sentido nunca, y seguía gritando y pidiendo ayuda, tiritando de frío, en mitad de aquel servicio de urgencias abarrotado.

Luego, ya en la UCI, más seguro y sereno, perdiendo lentamente una consciencia solo sostenida por las estocadas del dolor físico que había dado relevo a la sed y al miedo, me visitó aquel ángel… Una sonrisa; un «cómo te encuentras»; un «paciencia, esto duele pero te vamos a sedar para que descanses y pronto te vas a poner bien»; su palma sobre mi frente, sus dedos explorando mi vientre… y, de repente, un seco «¡cómo han podido!». Y de nuevo el caos, y los gritos, y el correr de enfermeros y cortinas, botes de sueros y jeringas… y un vendaje compresivo abdominal con el que aquella buena doctora contuvo en mi interior un río de sangre por el que parecía que mi alma quería navegar hacia «el  azul».

Días más tarde, me relataban: «…un milagro, alguien que esperaba para cruzar vio como el camión te tiró, te metías con la bici por debajo del tanque de gasoil de la cabeza y te pisaba el tren trasero de ésta…»; «…un milagro, las patas de apoyo del remolque iban muy bajas y te arrollaron a golpes impidiendo que te aplastaran las ruedas traseras…»; «…¿ni huesos rotos, ni puntos de sutura? ¡vaya milagro!…»; «…un milagro, cariño. Aún estaba con el coro de jóvenes en la iglesia cuando se hoyó a lo lejos la ambulancia. Sentí un escalofrío, y supe que algo malo había pasado. Si te hubieras quedado a cantar a la Virgen del Carmen con nosotros no hubiera ocurrido; pero aquí sigues, seguro que gracias a ella…».

Tan solo seis meses después, podía ir de nuevo a jugar al fútbol. De camino, recordé la última vez que volvía de hacerlo aquella aciaga tarde de julio… Y sentí más cierto que nunca el milagro que era estar allí, vivo, sano, fuerte; y pensé, que la respuesta a aquel aviso de la vida, a aquella «prórroga» regalo de la providencia, no podía ser otra que inundar de dignidad y amor mi existencia, sin despreciar un solo instante de este bello tesoro.

               Años más tarde le narramos a nuestra hija esta historia para que supiera por qué elegimos para ella ese nombre tan bonito de la Virgen. Creo que a Carmen le encantó saber que su nombre, además de «canto o poema» en latín, y «jardín de Dios» para los hebreos, en casa significa «el don de la vida».

 Aurelio Bonilla