jueves, 29 de junio de 2017

Las Oportunidades. (Qué habría sido de no tener miedo)









       
Tras abandonar el centro comercial al que había ido para rematar aquella obligada estancia en Málaga acompañando a mi madre por una emergencia familiar, ya en el taxi que me llevaba al hotel, y no sé si bajo el estímulo de la película que había visto, solo por la enorme atracción de aquella dependienta, o por la suma de ambos influjos, no paraba de dar vueltas a la oportunidad que se me escapaba; pero enseguida me asaltaron mis dudas de siempre: «¿Qué hago, joder? Qué chavala más impresionante, cómo está ¡dios!, qué interesante, qué dulce y amable. ¿Qué hago? ¿Me vuelvo? Pero parecía mayor que yo, ¡uff, joder! Debí quedarme y esperar a que tuviera un hueco para entrarle… ¡Qué poca vista! Siempre este puto miedo… ¡off! Habrán cerrado ya seguro, esto ya no tiene arreglo, mañana partimos a medio día y no podré volver aquí en su turno. ¿Y si pido al 003 el teléfono de la tienda? ¡Joder!, ella le guiñó el ojo al compañero ¿y si son pareja y la pongo en un aprieto? Ya han debido cerrar al público, no me la pasarán. ¡Qué coraje, joder! Cuántas oportunidades perdidas por no ser espontáneo, por no tener la valentía para dar el paso ¿qué podría pasarme?»


De pronto vi una cabina de teléfono de aquellas antiguas acristaladas, y tuve el impulso de pedir al taxista que parara, y casi llegué a tocar su hombro para indicarle; pero mano y voz, atenazadas, quedaron enmudecidas por mi miedo, mi eterno miedo... y la cabina, mi último cartucho, se desvaneció entre los viandantes...

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Tras abandonar el centro comercial al que había ido para rematar aquella obligada estancia en Málaga acompañando a mi madre por una emergencia familiar, ya en el taxi que me llevaba al hotel, y no sé si bajo el estímulo de la película que había visto, solo por la enorme atracción de aquella dependienta, o por la suma de ambos influjos..., pedí al taxista que parara junto a una cabina de teléfono de aquellas antiguas, acristaladas y con puerta, cuyo hermetismo, tras dudar unos instantes, me ayudó a lanzarme  a pedir al 003 el teléfono del centro. Y conseguí que me pasaran con su sección, para oír de nuevo su dulce tono de voz:

      Deportes, dígame.
      - Hola, ¿atiendes a alguien?, ¿tienes un minuto?
      Sí, claro. ¿Quién es?
      - Verás, no sé cómo decírtelo, por dónde empezar. Soy el cliente que has atendido hace 30 minutos, al que no encontrabas un 42 para cada modelo de zapatillas que te fui pidiendo...
      - Ah siiii, vaya apuro que he pasado, no suele ocurrirnos. ¿Qué necesita?
      - Nada, nada… Y tutéame, por favor. Solo quería decirte algo.
-    - No nos permiten tutear al cliente, pero dime.
      - No me es fácil… Verás, no voy por ahí haciendo esto, de hecho es la primera vez que lo hago…
      - ¿Mmmm? ¿Debo asustarme?
      - Nooo ¡jejejeje! Mira, quería decirte que me has parecido la chica más bonita, más atractiva, más interesante y más amable, que he tenido ante mí en mucho tiempo; y cuando digo amable, no lo digo por tu obligación de serlo, creo que te sale de muy dentro, y me ha encantado. Me he sentido tan bien. Deben estar muy contentos de contar contigo... Que me has dejado enganchado, ¡vaya!
      (Silencio)
      - ¡Uff!
      (Silencio)
      - Por favor, perdona si te he molestado, de verdad que no tenía otra intención más que no dejar pasar la oportunidad de expresarte ¿por qué no? lo que he sentido. No niego mi deseo de conocerte, pero basta que me digas ahora mismo que lo dejemos aquí y no volverás a saber de mí jamás.
      - Nooo, perdona tú. Es que me has dejado bloqueada. Nunca me había pasado esto. Me habían echado algún que otro piropo en la tienda, ya sabes, pero esto… uff, nunca… Dios, de verdad que me has dejado sin palabras… A ver, ¿qué te digo?(silencio) Creo que exageras mucho, ¿eh?; pero inspiras confianza y creo que eres sincero y un caballero, y me ha encantado también tu trato y todo esto que me has dicho... de verdad, me ha encantado. Es más, temo seguir hablando porque voy a terminar quedando contigo, que supongo que es tu intención, y ni puedo, ni debo.
      - ¿Y eso?
      - Tengo novio… y le quiero, y él es... Muy celoso, ¿entiendes?… Pero de verdad, que te doy todas las gracias por este detalle que no me ha molestado nada; más bien, me has alegrado inmensamente el día… Se lleva una aquí toda la jornada dándose al cien por cien para solo recibir excesos de clientes y presiones de los jefes. Me encantaría tomar algo contigo, pero… (silencio) Es que no puedo, de veras que no puedo. ¡Joo!
      - No te preocupes, lo entiendo. Tu novio es un tipo muy afortunado. Verás, no soy de aquí, me voy mañana y ni siquiera sé cuándo volveré. No habría oportunidades… Aun así, me ha merecido mucho la pena haber dado este paso que me suele costar, y, aunque tardaré un tiempo en superar la frustración que siento ahora, guardaré siempre un alegre recuerdo de ti.
       (Silencio)
      - ¿Pero tú de dónde has salido? Eres increíble, fascinante, ¡no que me has emocionado! Yo tampoco olvidaré este momento, te lo aseguro.
      - ¡Jejejeje! Ahora eres tú la que exagera. Bueno, no te entretengo más, oigo como te reclaman. Gracias, un beso grande, y hasta siempre.
      - Gracias a ti, muchas gracias, un beso.


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    Años más tarde tuve ocasión de volver a Málaga por una misión. Necesitaba verla de nuevo solo por confirmar que tenía base real aquel recuerdo tan potente, y que no fue solo el capricho juvenil de una tarde de verano. Durante días recorrí los pasillos de aquel centro esperando encontrar «la aguja en el pajar» en que la convertían los más de 100 empleados por turno, no conocer su nombre, no recordar casi su rostro, y solo contar con una idea aproximada de su edad y estatura. No obstante confiaba en mi astucia y tenía la convicción de que una empleada tan amable, entregada, y seguro que muy eficiente, no debía haber salido de una empresa como El Corte Inglés, que con tanto celo exigía esas cualidades para sus empleados en aquella época. La suerte estuvo esquiva… y cuando ya me aproximaba a la puerta de salida para no volver, pregunté a un último dependiente que me llamó la atención por las muy disimuladas miradas con que observaba a ciertas compañeras y clientas, a las que luego trataba de una forma muy galante. Tras mi somera descripción, el señor se mostró muy empático, y me sorprendió «apostando» a que le hablaba de una compañera, ya jefa de planta, a la que él rendía la misma admiración.


   Tras una escueta explicación por parte de mi «samaritano», ella me miró a los ojos, que ya delataban complacencia, y, sin rodeo alguno, me dijo: «¿Calzas un 42, verdad? Pues sí que has tardado».

Aurelio Bonilla

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