Más de cinco años ya, querido
amigo, y tus palabras aún siguen retumbando cada día en mi interior...
Sé que no me puedo considerar responsable,
pero los sentimientos de angustia y de un vacío tan injustificado como hondo, no
me abandonan.
Diablura insólita de un destino que jamás comprenderé… Treinta años sin vernos, para cruzarnos a la entrada de aquella
lejana venta de carretera. Tú te marchabas, yo no debí llegar nunca. Si no te
aviso, ni siquiera me hubieras reconocido, te hubieras ido, y solo me habría
quedado la pena de dejar pasar la oportunidad, quizá única, de saldar la mayor
deuda que guardaba a mi pasado.
Pero me alegró muchísimo saber que
te había ido bien; que no solo habías sobrevivido, sino que lo habías hecho realizando sueños; que estabas al tanto -aun no me explico cómo- de la maravillosa mujer y
artista en que se había convertido Lolita, esa fotocopia tuya que te supera; y que pudieras llegar a saber que ni yo ni Lola te culpamos entonces, más allá de las pocas
semanas que tardamos en comprender, una vez superado el «duelo», que había más
sentido de responsabilidad en tu decisión de huir, que en la de quedarte.
No le fue fácil a mi hermana criar
a la niña en el pueblo, como madre soltera, en aquellos años aun tan grises de principios
de los ochenta; pero seguro le fue mejor que haberlo hecho enjaulando a un joven
que fue punta de lanza de una generación que quería romper con la triste historia
de su gente, volando sin paracaídas sobre la «tierra prometida» de aquella «Movida» loca y apasionante que tomó la capital. Más, cuando, a tan corta edad, ya hacías
el viaje galopando a lomos de aquél «caballo» que volvió, una y otra vez, para arruinar
y partir el alma a tantas buenas familias.
Y perdoné, sí, perdoné que me
dejaras sin mi mejor amigo, «mi hermano»; perdoné que truncaras la ilusión de
aquella prometedora banda, llevándote contigo nada menos que su voz, su
guitarra y aquella inspiración única. Y, por supuesto, perdoné que le negaras la
juventud a Lola; aunque de esto ella no solo no te consideró responsable, sino agradecida por el mejor regalo que le hizo la vida. Cómo no perdonar…
si por lo que más te odié en aquellos días fue por no haber tirado de mí;
si llegué a envidiar hasta tu más que probable mendicidad madrileña, por la
libertad y la «riqueza» que seguro te regaló tu aventura. Pero jamás estuve a un paso de
seguirte… yo nunca tuve ni tu arrojo ni tu genio.
Y aquí me tienes amigo, un año más
sentado a tu vera; deseando haber sido yo a quien arrancara la vida aquel borracho
cabrón que se empotró contra la venta, justo cuando te volvías para
decirme con tu irónica socarronería siempre indultada en tu eterna y sincera sonrisa, que, «recuérdamelo, quillo, a la próxima invito yo».
Aurelio Bonilla
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