Un monstruo se había venido sobre
mí sin que pudiera evitar que me engullera y me mortificara con toda su furia. El
estruendo de la frenada no solo pareció parar a la fiera, sino al mismo mundo y
el tiempo con ella… Imágenes como congeladas de rostros horrorizados y manos
cubriendo miradas, eran acompañadas de voces desgarradoras: «¡lo ha pisado y
debe estar reventado! », «¡lo ha matado, lo ha matado!». Yo pedía a gritos,
desesperado, una ambulancia.
Los minutos parecieron horas…
En la ambulancia, apretaba la
mano de mi tío al que, aquel día, como a mis padres, debí arrebatar algún que
otro año de vida… Y le rogaba agua para aliviar una sed terrible que dolía más
que las heridas y quemaduras. Era la sed de la muerte, la sed que llega cuando
la sangre que soporta la vida comienza a faltar. Una sed tan insoportable como
amargamente profética. Tras una ventanilla, el mundo giraba veloz al son espiral
de la sirena, y mi mente, desbocada, repasaba ultrasónica cada instante de mis
veintidós años de vida… a la vez que clamaba una y otra vez, mil veces, «no he
vivido nada, no he vivido nada, no puedo morir aún, no puedo morir aún, no, Dios
mío, no, no puedo morir aún». Y me asaltaba, hiriente, el recuerdo de una
pesadilla de niño en el que me llegaba la muerte, y ésta no era más que, de
golpe, un vacío y oscuridad absolutos. Y otra vez: «no he vivido nada, no he
vivido nada, no puedo morir aún, no puedo morir aún, no, Dios mío, no, no puedo
morir aún»
Minutos que fueron horas…
Que no se viera la sangre que
perdía debió hacer pensar a los sanitarios que no corría gran peligro; pero yo
sentía otra cosa, algo que no había sentido nunca, y seguía gritando y pidiendo
ayuda, tiritando de frío, en mitad de aquel servicio de urgencias abarrotado.
Luego, ya en la UCI, más seguro y
sereno, perdiendo lentamente una consciencia solo sostenida por las estocadas
del dolor físico que había dado relevo a la sed y al miedo, me visitó aquel
ángel… Una sonrisa; un «cómo te encuentras»; un «paciencia, esto duele pero te
vamos a sedar para que descanses y pronto te vas a poner bien»; su palma sobre
mi frente, sus dedos explorando mi vientre… y, de repente, un seco «¡cómo han
podido!». Y de nuevo el caos, y los gritos, y el correr de enfermeros y
cortinas, botes de sueros y jeringas… y un vendaje compresivo abdominal con el
que aquella buena doctora contuvo en mi interior un río de sangre por el que parecía
que mi alma quería navegar hacia «el azul».
Días más tarde, me relataban:
«…un milagro, alguien que esperaba para cruzar vio como el camión te tiró, te
metías con la bici por debajo del tanque de gasoil de la cabeza y te pisaba el
tren trasero de ésta…»; «…un milagro, las patas de apoyo del remolque iban muy
bajas y te arrollaron a golpes impidiendo que te aplastaran las ruedas traseras…»;
«…¿ni huesos rotos, ni puntos de sutura? ¡vaya milagro!…»; «…un milagro, cariño.
Aún estaba con el coro de jóvenes en la iglesia cuando se hoyó a lo lejos la
ambulancia. Sentí un escalofrío, y supe que algo malo había pasado. Si te
hubieras quedado a cantar a la Virgen del Carmen con nosotros no hubiera
ocurrido; pero aquí sigues, seguro que gracias a ella…».
Tan solo seis meses después, podía
ir de nuevo a jugar al fútbol. De camino, recordé la última vez que volvía de
hacerlo aquella aciaga tarde de julio… Y sentí más cierto que nunca el milagro
que era estar allí, vivo, sano, fuerte; y pensé, que la respuesta a aquel aviso
de la vida, a aquella «prórroga» regalo de la providencia, no podía ser otra
que inundar de dignidad y amor mi existencia, sin despreciar un solo instante
de este bello tesoro.
Años más
tarde le narramos a nuestra hija esta historia para que supiera por qué
elegimos para ella ese nombre tan bonito de la Virgen. Creo que a Carmen le
encantó saber que su nombre, además de «canto o poema» en latín, y «jardín de
Dios» para los hebreos, en casa significa «el don de la vida».